
De la ciudad a las montañas
En las montañas de la Sierra Maestra, donde la espesura del bosque parecía impenetrable, llegaron el 3 de mayo de 1960 cientos de jóvenes con una misión que cambiaría el destino de Cuba: alfabetizar. Con el espíritu de la Revolución latiendo en sus corazones, dejaron atrás la comodidad de sus hogares para convertirse en maestros voluntarios, portadores de luz.
No solo llevaron libros y pizarras improvisadas, sino también esperanza; cada letra aprendida era un arma poderosa contra el analfabetismo que, por años, había condenado a muchos al silencio. Estos jóvenes demostraron que la educación podía ser la mayor conquista de un pueblo decidido a forjar su propio camino.
Gracias a su entrega y sacrificio, la educación dejó de ser un privilegio y se convirtió en un derecho universal en nuestro país. No solo enseñaron a leer y escribir, sino que sembraron conciencia, despertaron sueños y abrieron puertas hacia un futuro donde el conocimiento sería la herramienta más valiosa para construir una sociedad más justa.
Años después, sus huellas permanecen en las aulas, en los libros abiertos, en las palabras que fluyen con libertad, porque enseñar no fue solo su tarea: fue su legado. Hoy, en cada rincón donde se eleva la voz de un pueblo culto, resuena el eco de aquella hazaña que, más que historia, es identidad.
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